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Extracto del libro de Oscar Wilde - El Retrato De Dorian Gray.
En la Clericalis Disciplina, de Alfonso, se habla de una serpiente que tenía los ojos de jacinto; y en la novelesca historia de Alejandro se dice que el conquistador de Emathia encontró en el valle del Jordán culebras "con collares de esmeraldas, que les crecían en el dorso". Los dragones nos cuenta Filóstrato, recelaban en el cerebro una gema, y "mostrándoles unas letras de oro y una túnica de púrpura" podía adormírseles y darles muerte. Según el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante hacía invisible a un hombre, y el ágata de la India le hacía elocuente. La cornalina apaciguaba la ira, y el jacinto provocaba el sueño, y la amatista disipaba los vapores de la embriaguez. El granate ahuyentaba a los demonios, y la hidrofana privaba de su color a la luna. La selenita crecía y menguaba al par que la luna, y el méloceus, que descubre a los ladrones, sólo podía ser atacado por la sangre del cabrito. Leonardo Camilo había visto una piedra blanca extraída del cerebro de un sapo recién muerto, que era un antídoto seguro contra los venenos. El bezoar, que se encontraba en el corazón del ciervo árabe, era un remedio para la peste. En los nidos de algunas aves de Arabia se hallaba el aspilates, que, según Demócrito, preserva a quien lo lleva de toda injuria del fuego.
Extracto del libro de Oscar Wilde - El Retrato De Dorian Gray.
Descubrió también historias
maravillosas de joyas.
En la Clericalis Disciplina, de Alfonso, se habla de una serpiente que tenía los ojos de jacinto; y en la novelesca historia de Alejandro se dice que el conquistador de Emathia encontró en el valle del Jordán culebras "con collares de esmeraldas, que les crecían en el dorso". Los dragones nos cuenta Filóstrato, recelaban en el cerebro una gema, y "mostrándoles unas letras de oro y una túnica de púrpura" podía adormírseles y darles muerte. Según el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante hacía invisible a un hombre, y el ágata de la India le hacía elocuente. La cornalina apaciguaba la ira, y el jacinto provocaba el sueño, y la amatista disipaba los vapores de la embriaguez. El granate ahuyentaba a los demonios, y la hidrofana privaba de su color a la luna. La selenita crecía y menguaba al par que la luna, y el méloceus, que descubre a los ladrones, sólo podía ser atacado por la sangre del cabrito. Leonardo Camilo había visto una piedra blanca extraída del cerebro de un sapo recién muerto, que era un antídoto seguro contra los venenos. El bezoar, que se encontraba en el corazón del ciervo árabe, era un remedio para la peste. En los nidos de algunas aves de Arabia se hallaba el aspilates, que, según Demócrito, preserva a quien lo lleva de toda injuria del fuego.
El rey de Ceilán, cuando se
dirigía a su coronación, atravesaba a caballo su ciudad con un enorme
rubí en la mano. Las puertas del palacio del Preste Juan estaban
"hechas de sardios, con el cuerno de la víbora cornuda, incrustado en
ella, de suerte que hombre alguno que llevase consigo veneno podía
franquearla". En el gablete veíanse "dos manzanas de oro, con
dos carbúnculos engastados en ellas", a fin de que el oro brillara por el
día, y los carbúnculos por la noche. En la singular novela de Lodge Una
perla de América , se dice que en la cámara de la reina podían verse a
"todas las honestas damas del mundo entero, cinceladas en
plata, mirando a través de unos hermosos espejos de crisólitos,
carbúnculos, zafiros y verdes esmeradas". Marco Polo había
visto a los habitantes de Zipango colocar perlas rosadas en la boca
de los muertos. Un monstruo marino se había enamorado de la perla
que un buzo trajo al rey Perozes, y en castigo mató al ladrón, y lloró
durante siete lunas la pérdida. Cuando los hunos atrajeron al rey a la
gran cárcava, éste salió volando de ella -Procopio nos cuenta el sucedido
-, y no pudo ser hallado, a pesar de haber ofrecido el emperador
Anastasio cinco quintales de monedas de oro a quien diese con él.
El rey de Malabar había enseñado
a un cierto veneciano un rosario de trescientas cuatro perlas, una
por cada dios que adoraba. Cuando el duque de Valentinois,
hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII de Francia, su caballo, según
Brantôme, iba materialmente cubierto de hojas de oro, y su sombrero
guarnecido con una doble hilera de rubíes, que refulgían
extraordinariamente. Carlos de Inglaterra cabalgaba con estribos que llevaban engastados
cuatrocientos veintiún diamantes.
Ricardo II tenía una casaca
tasada en treinta mil mareos, cuajada de rubíes balajes. Hall describe a
Enrique VIII dirigiéndose hacia la Torre antes de su coronación, vestido
con "un jabón de tisú de oro, la pechera bordada de diamantes y
otras piedras preciosas, y un gran collar de enormes balajes sobre
los hombros". Los favoritas de Jacobo I llevaban pendientes de
esmeraldas, engastadas en filigrana de oro.
Eduardo II regaló a Piers Gaveston
una armadura completa de oro rojo, con incrustaciones de
jacintos, un collar de rosas de oro y turquesas, y un birrete sembrado
de perlas. Enrique II llevaba guantes gemados hasta el codo, y tenía
uno de cetrería con doce rubíes y cincuenta y dos grandes perlas.
El sombrero ducal de Carlos el Temerario, último duque de
Borgoña de su linaje, estaba tachonado de perlas periformes y zafiros.
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